lunes, 8 de diciembre de 2014

La verdadera razón por la que te cuesta tanto ponerte a hacer deporte.

Recordar buenos momentos durante la realización de actividad física y convertir la práctica en un hábito son algunas de las soluciones para mantener una vida activa.

Realice su propia consulta alternativa. Pregunte a su familia, amigos y compañeros de trabajos si la actividad física es buena para la salud. Con total probabilidad, obtendrá casi un 100% de respuestas afirmativas. Ahora, interrogue a las mismas personas acerca de si practican o no deporte con regularidad. Seguramente dicho porcentaje disminuirá sensiblemente, por debajo del 50% (o menos). Es la vieja lucha entre aquello que sabemos que nos conviene y aquello que nos apetece hacer, entre lo ideal y lo pragmático. En definitiva, todos sabemos que tendríamos que hacer ejercicio, pero raramente lo hacemos.

¿Por qué? La profesora de medicina de la Universidad de Massachusets Sherry Pagoto probablemente dé en el clavo en un reciente artículo publicado en Psychology Today. No se trata de que no tengamos tiempo, como nos gusta pensar para excusarnos, sino más bien, de que el ejercicio tiene unas desagradables consecuencias que no concuerdan con nuestro bienestar cotidiano. En definitiva, correr, montar en bicicleta o ejercitarse en el gimnasio hace que sudemos, que nos ensuciemos, que nos cansemos, que nos enfriemos, incluso que nos lesionemos o nos empapemos si salimos a la calle a correr en un día de lluvia.

Pagoto sugiere que la verdadera razón por la que no sacamos un hueco en nuestras vidas diarias para mejorar nuestra salud a través del ejercicio es nuestro deseo de sortear cualquier experiencia incómoda para nuestro cuerpo. Vivimos en un mundo diseñado para mantenernos en una burbuja de confort. Calefacción, aire acondicionado, sillas ergonómicas, ropas cómodas, cremas, perfumes y una larga lista de artefactos instalados en nuestra vida diaria contribuyen a que nos sintamos cómodos las 24 horas. En comparación, correr sobre la cinta parece un esfuerzo que pocos están dispuestos a hacer a cambio de una mejor salud.

Tan cerca, tan lejos.
Pongamos que hemos decidido salir de nuestra zona de confort y mojarnos, sudar y dejar abierta la puerta a la posibilidad de constiparnos. Pronto nos encontraremos con otro importante problema motivacional: aunque nos esforcemos día tras día, no vemos los efectos en nuestra salud. Quizá aguantemos cada vez un poco más sobre la bicicleta estática, pero es poco probable que nos veamos más musculosos de una semana para otra y absolutamente imposible que sepamos si de verdad el ejercicio tendrá una importancia clave en nuestra salud cuando seamos ancianos (¿y si morimos atropellados antes?).

Es otro de los problemas de la motivación humana. Estamos programados para perseguir las recompensas a corto plazo, tangibles y efectivas, pero se nos hace muy cuesta arriba pensar en las metas de largo recorrido, lo que hace que pronto desdeñemos el esfuerzo al que obliga el ejercicio. Por eso, algunas investigaciones han demostrado que vincular el esfuerzo deportivo a otros estímulos externos considerados positivos pueden ayudarnos a reforzar nuestra conducta sin confiarlo todo al largo plazo. Es lo que ocurre con una investigación publicada en Memory, que afirmaba que recordar aspectos positivos de previas visitas al gimnasio –como la música que sonaba en el recinto o una agradable conversación con un amigo– puede motivarnos para volver.

Otra alternativa es la que la neurocientífica de la Universidad de Rutgers Joan Morrell propone tras haber investigado la motivación en animales como las ratas. El mero hecho de lanzarse a hacer algo termina convirtiendo la actividad en un hábito, y el hábito en algo que es interpretado como deseable por nuestro córtex prefrontal, la parte del cerebro que se encarga de tomar las decisiones. Simplemente, cambiando nuestros hábitos podemos contribuir a que nuestro cerebro considere que mojarnos bajo la lluvia mientas corremos en pantalón corto puede ser algo positivo. 


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